Capítulo 1 de Algunas son mejores que otras (6)

Caminar por las mañanas por Paseo Colón es un placer.  No siempre el clima ayuda, pero hoy las condiciones están dadas.  De un momento a otro Martín se va a cruzar con la joven de los auriculares y la boca roja (con la tersura de una rosa carnosa).  Para luego seguir hacia la facultad, donde las clases de álgebra no se harán esperar, ya que la profesora nunca llega tarde.

El momento del álgebra invita a la abstracción máxima y absoluta, las matrices de n dimensiones culminar en el interior de la mente. La profesora mantiene un peinado que debe tener desde hace veinte años.  Martín la admira.  (Es mujer e inteligente, fatal.)

Creo que por el momento todo ocurre sin el más mínimo sobresalto, son tantos en la clase que Martín al igual que la mayoría pasan desapercibidos unos y otros.  La concentración aumenta, las matrices solucionan todas las ecuaciones sin inconvenientes, en el pizarrón.  Las filas de números se multiplican, Martín no tiene idea de lo que le ocurrirá, no lo sabe, no lo puede saber y yo juego con ello.

El descanso de quince minutos alcanza para un café y compartir la apatía del lugar y de la gente, concentrada en cálculos matemáticos, poniendo a prueba la ciencia a cada paso, para luego volver a las funciones n-vectoriales.

Volver por Paseo Colón tiene muchas cosas buenas. El sol del mediodía pega sin compasión junto con una brisa liviana y suave que se hace sentir hasta la punta de los pelos del joven una cuestión, que porta al igual que la joven de la mañana temprano una escucha música que lo hace olvidar del ruido de los colectivos que a esa hora se hace sentir con intensidad.

Cualquiera que lea esto se dará cuenta inmediatamente de la soledad de Martín, de cómo el entorno no lo soporta, no lo contiene.  De manera que tal vez sea este el motivo por el cual los zapatos pesan más de lo que deberían.  Deberá tomar ahora, en sentido inverso al cual haría por la mañana el subte, el tren y un colectivo.

Por la mañana cuando estaba en el tren ocurrió algo poco grato que seguramente marcó el día de Martín.

Un hombre muy gordo, comenzó a rozar a Martín con insistencia.  Muy pronto todos los pasajeros que los rodeaban se dieron cuenta de que el hombre obeso estaba descompuesto.  Martín al advertir esto, luego de sacarse los auriculares y mirar a su entorno, se dispuso a ayudar a la bola de grasa.  La cara gorda se puso colorada; pasaban la estación Medrano.  La transpiración en el rostro del hombregrasa se hizo presente dejando la vergüenza a un costado, momento en el cual las arcadas de la mole gorda casi hacen vomitar a todos los pasajeros…estaba por ocurrir.

Cuando ya nadie dudó que se trataría de un gran vomito de gordo descompuesto Martín actúo justo a tiempo.  Lo ayudo al buen hombre panza inflada a pasar la puerta que se encuentra entre los vagones quedando el hombre lechón entre las dos puertas.  Cuando Martín pudo cerrarla, estuvo herméticamente cerrado entre puertas y ocurrió.  Lo podemos llamar el baño de vomito de gordo.

Espectacular imagen para los pasajeros que apenas se podían despertar (eran las ocho treinta de la mañana, aproximadamente).  Todo se puso agitado en ese vagón.  Creo que nadie agradecerá la colaboración de Martín de esa mañana de septiembre.

Momento indicado para tomar un descanso del viaje, el tren llegó a la estación Carlos Gardel.  Martín llegó a bajarse.

El tren se fue rápidamente eran las ocho y treinta y seis en el reloj de la estación.  Quedaron en el anden solo tres personas aparte del joven estudiante de ingeniería.

Tratando de tranquilizarse tomo asiento, aferrándose a su bolso.  Comenzó a llenarse el anden nuevamente ya tendría que venir el otro tren, si no es que se murió el gordo en la estación Pueyrredón (pero yo sé que no se murió, fue solo vomito y desmayo).

Una joven ocupó la atención de Martín.  Su blusa tejida, de hilo color crema dejaba ver algo de su ropa intima, también algo de su piel, seguramente algo más que Martín descubrió (y esto si yo no lo sé), porque pudo ver algo en esa mujer.  Además el parecido con Adriana era interesante, interesante por que sólo era algo que Martín podía ver.  Ya llegaba el otro tren.  Debía subir, sino tendría que caminar muy rápido por Paseo Colón.  Trato de hacer coincidir con al vagón de la mujer de la remera de hilo color crema.  Nada más fácil, ya que todo estaba lleno, cualquier elección era buena.  Pudo ubicarse muy cerca de esta bella mujer; en la estación Pueyrredón quiso el destino o los empujones de los pasajeros que subían y bajaban que se aproximaran el uno al otro.  Pudo ver Martín la tersura de la piel, el carmesí de sus labios sin maquillaje y el iris de los grandes ojos bien delineados, marcando una mirada profunda; despiadada.  Pudieron apoyar el cuerpo uno del otro simultáneamente erizadas las pieles (esto creía Martín, nadie lo puede contradecir, nadie lo puede confirmar, salvo que me contacte con quien escribe la historia de ella, que por cierto su nombre es Ana, Martín nunca lo sabrá, yo juego con esto también).  En la estación Pasteur la presión se acentuó, actuaban ambos como si sólo se tratara de la incomodidad del viaje, pero no lo era.  Ya no importaba.  Martín estaba dispuesto a saludarla, a hablarle, decirle, decir “le”. El calor de los cuerpos juntos unidos casualmente por un viaje matinal, compartiendo la textura de sus prendas para que formen una sola textura.  No sé como pasó, fue muy rápido, Ana se bajo en la estación Uruguay.  No hace falta explicar la sensación, la situación por la que Martín experimentaba una mañana particularmente pesada.  Apareció y desapareció, se diluyo, el cuerpo que tenía a su lado no estaba más y no lo estaría, no lo estaría, no lo está.

Acerca de Daniel Altamiranda

Daniel Altamiranda: Frente a la vieja dicotomía de escribir parado y bailando (Escritura Dionisiaca) o sentado (Escritura Apolínea) prefiero escribir comiendo.
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2 respuestas a Capítulo 1 de Algunas son mejores que otras (6)

  1. Rafa dijo:

    Interesante el papel del narrador… que se venga el capítulo 2!

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